martes, 24 de abril de 2012

EL SHIM-SHIR

Los aldeanos orientales sabían que no existía otro árbol de ramas y tronco tan duro. Los leñadores miraban de reojo al shim shir cuando iban en busca de madera. Era tan resistente que preferían usar el hacha para otros árboles y no quedar de cama por una semana. La mayoría era pobre y necesitaba trabajar todos los días. 
Además, el árbol tenía el capricho de crecer lentamente, quizás de noche, casi provocativamente. Vivían más tiempo que los leñadores, como esos pacientes que asisten al funeral de sus médicos. Sin embargo, no existía otra madera más útil, quizás porque lo útil suele ser escaso. Parecía no consumirse nunca cuando la usaban para calentar sus comidas y sus humanidades. Olvidaba decir que el invierno no tenía compasión con la gente, les cubría techos, puertas y ventanas con un grueso manto de nieve que el tibio sol de primavera no alcanzaba a derretir. 
Por eso los leñadores pasaban de largo mirándolo de reojo. Lo deseaban y lo temían. Cuando dominaba la necesidad se turnaban para talar al condenado. Luego, entre todos, democráticamente, se repartían los despojos. 
Después, con paciencia y destreza le darían forma definitiva a las ramas y al tronco. Las familias ricas tenían sillas, camas, mesas y platos de shim-shir, para su lucimiento ante las visitas, imitando a los cazadores que exhiben sobre la pared la cabeza de los animales como trofeos. El tiempo los convertía en recuerdos de familia que pasaban de una generación a otra. No existía carcoma que se atreviera a fijar su domicilio en ese reducto impenetrable. 
Los leñadores eran desagradecidos. Solían hacer comparaciones ofensivas contra sus benefactores. Entre ellos se acusaban diciendo: “Tienes la cabeza más dura que el shim-shir” ,“Eres más lento que un shim-shir”. El árbol escuchaba todo. La presencia del hombre era temible aunque se detuviera bajo sus ramas sólo para descansar o protegerse del sol. Había que prepararse para los días de luto, cuando ellos, se detenían frente al árbol elegido y después de varios relevos, terminaban de quebrar sin compasión sus brazos y columna vertebral,. Era raro que después se dedicaran a otro. Entonces los otros shim-shir dejaban de temblar, sabían que aquel día no sería su día final. 
Atados a la tierra por raíces casi de acero no podían emigrar ni esconderse, comprendían que aquello era su vivienda, comedor, dormitorio y tumba. Su mundo se reducía a su contorno donde vivían en familia. 
Los shim shir tienen sexo, transmiten los genes a su descendencia, enferman, envejecen y mueren a su tiempo, si antes no llega el más temible de los depredadores. Las plantas y los árboles se comunican en decibeles vedados al oído humano. Además, son sensibles a la música, a las palabras cariñosas, las caricias, gustan de los mimos. Lo necesitan casi tanto como a la tierra, al agua y al sol. Son generosos, permiten que las aves hagan sus nidos sobre sus ramas, disfrutan de sus conciertos y cortejos de seducción nupcial. A veces protestan por permanecer atados a la tierra, pero se consuelan disfrutando aquellas escenas de amor.
Suspendían su respiración cuando los leñadores se detenían a observar sus ramas y examinaban sus hojas con el rostro indiferente del verdugo de turno. Entonces era para temblar. No se engañaban como las ovejas convencidas de que eran caricias las manos del matarife que examinaba sus carnes. No. Los shim-shir estaban plantados allí antes que el hombre, cuando vivían en paz y todo aquello era un vergel. Desde la llegada del hombre eran víctimas de periódicas ejecuciones. Para peor, algunos leñadores solían elegir a los de menor edad, los calificaban como más ‘tiernos’ para el hacha y el buril de los artesanos. 
¡Ah, si tuvieran pies o alas! Escaparían de allí, pero ¿a dónde? ¿al desierto? El gran depredador ocupaba todas las tierras fértiles. 
A propósito, una mañana uno de ellos despertó con una tristeza sin motivo, como cada tanto sucede a los humanos. Cuando poco después apareció una cuadrilla de leñadores que marchaba con hachas al hombro, confirmó sus peores temores y cayeron unas hojas. Sí, algo malo iba a suceder. ¿Sería porque el temor atrae los males o una simple casualidad?
Como ocurre habitualmente, cada shim-shir pensó que había llegado su hora. Esta vez, fueron ellos los que miraron de reojo al hombre. Luego de breve deliberación, los leñadores se decidieron por uno. El elegido comenzó a protestar con una pregunta sin respuesta, que en circunstancias similares también suelen hacer los humanos: ‘¿Por qué yo?’ 
Los invasores eran muchos y no abandonarían la tarea hasta terminar. El más musculoso fue el encargado de comenzar. El hacha, especialmente filosa, era más que un látigo. La víctima comenzaba a temblar cuando el hacha giraba en el aire. El leñador era fuerte, sabía cómo y dónde cortar; siempre sobre aquel primer tajo, la primera herida, luego de costado, más arriba y más abajo. 
Los otros shim-shir contemplaban con abatimiento aquel anticipo. También ellos se encogían con cada vuelo del hacha. La violencia de los cortes fue ampliando la herida y comenzaron a caer gruesas gotas del árbol que se confundían con las de sudor del hombre. 
-Ten cuidado. Que no caiga sobre tu cabeza –alertó el leñador de mayor experiencia.
-Lo merecería -dijo agitando sus hojas un shim shir cercano a la víctima y testigo del suplicio. Aunque lo gritara tampoco podrían tomar represalias ante un idioma inaudible. 
Un joven shim-shir de su misma edad, conmovido por el sufrimiento y adelantándose a su próximo destino, se animó a preguntar.
-¿Duele mucho?
El shim-shir herido esperó el golpe que estaba por llegar y sólo después pudo contestar. 
-Lo que más me duele no es el corte del hacha sino que su mango está hecho con una de mis ramas.

Cuento de Eduardo Bedrossian distinguido con el 2do.premio, Pluma de Honor, por la Sociedad Argentina de Escritores Seccional Atlántica Mar del Plata, en su Concurso de Cuento y Poesía con motivo de sus Bodas de Oro.

Eduardo Bedrossian es Doctor en Medicina y Licenciado en Desarrollo Educativo, dos títulos que definen su vocación: la medicina y la docencia de pre y postgrado. Rector fundador de la Sección Profesorado de la Escuela Cristiana Evangélica Argentina. Es autor de trabajos de investigación, más de cien comunicaciones científicas publicadas en las revistas médicas del país y del exterior. Autor de capítulos de libros de medicina. Relator y panelista en Congresos nacionales e internacionales, director de numerosos Cursos de Actualización y Perfeccionamiento auspiciados por el Departamento de Graduados de la Facultad de Medicina, UBA, de la que ha sido docente hasta su jubilación. Jurado de Tesis Doctoral de la Facultad de Medicina. Jurado de Concursos y Recertificaciones Médicas. Galardonado con varios premios médicos. Miembro Emérito de la Sociedad de Obstetricia y Ginecología de la Provincia de Buenos Aires (SOGBA), Encargado de Enseñanza de Pregrado de Obstetricia en la Unidad Docente Hospitalaria de San Isidro. Jubilado como Director Asociado del Hospital Materno Infantil de San Isidro. Asesor sobre temas de Responsabilidad Profesional de la Federación Argentina de Sociedades de Ginecología y Obstetricia (FASGO). Ha escrito Pilato (novela, 1968), Hayrig Detrás del silencio de un millón y medio de voces, (novela, 1991), Hayrig II (ensayo, 1995), Memorias para no olvidar (novela, 1998), Después de hora (Narrativa, 2000), Morir en Marash (novela, 2004) - obra prologada por el embajador Leandro Despouy, Relator Especial de Derechos Humanos y Discapacidad en las Naciones Unidas- y el poemario De lágrimas y sonrisas (2008).

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