jueves, 2 de enero de 2014

Dos viejos incorregibles

Fritz Lüthi tomó su bastón, salió a la galería de su casita, bajó los seis escalones de la vieja escalera de madera y salió a caminar. Con sus casi 84 años, aún se movía mejor que muchos cuarentones o cincuentones. Fritz cruzó el patio y tomó la senda entre el yerbal y el maizal. A los pocos minutos había recorrido los 800 metros que separaban su casa de la de Timbó, un amigo de toda la vida. Timbó era nieto de un Mburuvicha mbya. Se enojaba cuando alguien empleaba el término “cacique”. 
–Eso no es guaraní –replicaba con vehemencia–; ese nombre trajeron los blancos desde la Antillas. Allí los jefes de los taínos se llamaban “caciques”, pero para nosotros es un nombre extraño. No quiero que digan que mi abuelo era “cacique”. Era Mburuvicha y listo. 
Correcto. España impuso ese nombre raro con una cédula del 26 de febrero de 1538, desconociendo todas las demás designaciones propias de líderes del mundo indígena americano. 
El papá de Fritz, Guillermo, había arribado a Misiones en 1928 desde Suiza con su joven esposa Lidia, instalándose en un lote de la colonia Santo Pipó fundada en 1924 por el suizo Eugenio Lagier. Guillermo era agrimensor, pero en Santo Pipó no tuvo aplicación para su profesión y así se dedicó a lo que prometía mucho por esos años: el oro verde, la yerba mate. El mismo año de su llegada a Misiones, algunos colonos comenzaron con otro cultivo más que con el correr de los años iba a convertirse en otro oro, esta vez negro: el tung. Guillermo se embarcó en ambos cultivos, y le fue muy bien. Cuando se instaló la primera fábrica de aceite de tung de Misiones, comenzó a trabajar como asesor del establecimiento. 
En 1930, nació Fritz. Desde pequeño, era un enamorado de la naturaleza. Le interesaban las orquídeas, las lianas, el güembé, los caracoles, las hormigas, los tucanes; y, para horror de sus padres, también las víboras y arañas. Sobre todo le encantaban la mboichumbé, la serpiente coral, por sus vistosos colores. Les costó mucho a Guillermo y su esposa Lidia convencer a Fritz que jamás debía tocar a una víbora, del color y tamaño que fuere. 
Fritz y Timbó se conocieron de casualidad hacía más de siete décadas y media. Fritz tenía unos seis o siete años cuando un domingo de tarde fue al Paraná a pescar. Era la diversión habitual de todos los niños de su edad. Sabía nadar muy bien, y los padres no tenían nada que temer. Pero en un descuido el nene se resbaló y cayó al río. Su camisa quedó enganchada en un gajo de un tronco caído y lo sujetaba bajo el agua, y Fritz se habría ahogado si en ese momento no hubiera pasado otro niño justo por ese lugar. 
Era un nene mbya que estaba yendo a pescar en la cercanía. Escuchó el grito de Fritz, el impacto del cuerpito en el agua y luego el gorgoteo de las burbujas de aire que largaba el blanquito. El mbya soltó la bolsita que llevaba en la mano, se tiró al río y no tuvo que buscar mucho para encontrar al accidentado. De un tirón lo arrancó del gajo traicionero, y los dos volvieron a la costa. El niño mbya no hablaba castellano, Fritz tampoco, sino solo dialecto suizo-alemán; pero de inmediato estalló la llama del compañerismo entre los dos. Fritz tomó a su salvador de la mano y le hizo seña de ir a su casa. Así aparecieron ambos en el hogar de Lidia y Guillermo, que tuvieron que oficiar de traductores luego de que su hijo les contara lo ocurrido. Guillermo acompañó luego al héroe a su casita, cargado con una maleta con harina, una lata de grasa y un hermoso cuchillo de caza. El papá mbya entendía castellano, y ahí se entabló una relación interesante entre los representantes de dos culturas totalmente diferentes. Poco a poco, los dos niños aprendieron a comunicarse entre ellos con señas, fragmentos de mbya guaraní, un poco de suizo-alemán y otro tanto de castellano, que Fritz aprendió en la escuela a la que asistía. A su amigo le decían simplemente Timbó. Debía tener algún nombre personal guaraní, pues timbó era un árbol; pero Fritz no se animaba a preguntarle por qué lo llamaban así. Por aquellos años, los registros civiles del país no abarcaban a los miembros de los pueblos originarios, y muchas criaturas crecían sin fecha de nacimiento y sin nombres y apellidos registrados. 
Los vecinos de la familia Lüthi veían con cierta sospecha esa amistad entre el hijo de un suizo y un mbya. A Guillermo y los suyos no les importaba absolutamente nada lo que opinaban sus compueblanos.
Guillermo sostenía una ideología liberal, y para él todas las personas, etnias y culturas tenían el mismo valor. Cuando en cierta ocasión un francés le preguntó por qué permitía que su hijo se criara con un indio, le dijo en la cara que en la Argentina no había lugar para racistas, y que sería mejor que se volviera a Francia. 
A los pocos años, Guillermo se mudó al Paraguay, enviado por la fábrica de aceite de tung para explorar las posibilidades de expansión de este cultivo en el país vecino. En Obligado, una apacible colonia agrícola del sur del Paraguay, Fritz aprendió rápidamente el idioma guaraní, lengua popular de la población paraguaya que también aprendían los inmigrantes. A los cuatro años, la familia volvió a su chacra de Puerto Rico. Los mbya se habían mudado mientras tanto a algún lugar desconocido de Misiones. Así pasaron varios años, y Fritz llegó a formar su propia familia. 
Cierto día Fritz estaba esperando el colectivo a Puerto Rico en la terminal de Posadas; y grande fue su sorpresa cuando vio a una pareja mbya cuyo integrante masculino le parecía por demás conocido. Se animó a preguntarle en guaraní paraguayo si era Timbó, y este a su vez reconoció a su amigo de infancia. Timbó vivía con su esposa Ana y sus hijos en un lugar llamado Ka’aguy Porâ, sobre el Río Iguazú. Convinieron encontrarse el primer fin de semana próximo en la terminal de Puerto Iguazú. Así lo hicieron, y cultivaron su amistad durante varios años con visitas periódicas. 
Fritz se mudó con su familia a Ruiz de Montoya, donde participó activamente con los suyos en la vida de la Iglesia Evangélica Suiza. 
En algún momento allá por el año 1980 o 1981, Timbó le contó que próximamente todo su grupo se mudaría a las cercanías de esa localidad. 
–Ahora podemos visitarnos más a menudo –exclamó con alegría Fritz–. Ya no tenemos que viajar tanto. 
Así fue. Las dos familias se visitaban mutuamente; y mientras la esposa de Fritz conversaba en castellano con Ana, los dos hombres se comunicaban a su manera en guaraní, Fritz, en su guaraní paraguayo; Timbó, en su variante mbya. 
Con el correr de los años, las dos familias vieron la llegada de sus nietos y bisnietos. 
Pasaron los años. La aldea mbya Takuapí recibió una escuela bilingüe, a la que en 2009 se le otorgó un importante premio nacional por sus esfuerzos vinculados con la enseñanza bilingüe y el rescate del idioma mbya. 
Timbó y Fritz se llenaron de años. Como tantas personas de edad, comenzaron a sentir que ya no entendían muchas de las cosas que pasaban en el país y en el mundo. Dado que sostenían con firmeza ciertas opiniones que gente más joven consideraba “pasadas de moda”, los comenzaron a llamar “viejos incorregibles”. 
Era el primero de enero de 2014 cuando Fritz tomó su bastón y caminó derechito a la casa de Timbó. Llevaba consigo un celular cargado con fotos de fuegos artificiales que su bisnieto había hecho en los primeros minutos del nuevo año desde una terraza de un edificio alto en Buenos Aires. El bisnieto, fanático de la fotografía y de toda la tecnología moderna, envió las tomas directamente al celular de su bisabuelo. 
–Mirá, Timbó, quiero mostrarte algo –le dijo a su amigo de infancia luego del habitual saludo de Año Nuevo–. Mi bisnieto sacó fotos de fuegos artificiales, y también te quiero contar lo que escuché hoy en las noticias. 
Timbó preparó un fresco tereré, y los dos viejos se sentaron en un banquito de madera a la sombra de un gigantesco árbol delante de la casita de Timbó. 
Fritz sacó su celular y comenzó a mostrarle las fotos a su amigo. Este nunca había visto fuegos artificiales, aunque sus nietos le habían contado sobre este invento antiquísimo. Pero Fritz tampoco había visto esos espectáculos que iluminan el cielo nocturno, lo llenan de luces de colores y luego desaparecen sin dejar más rastros que un poco de humo, ceniza y algún cartucho quemado. 
Timbó miraba con mucha atención las fotos. De tanto en tanto, preguntaba algo sobre esos espectáculos, cómo se originaban los colores; por qué unos parecían flores de fuego y otros, palmeras; por qué algunas llamas eran tan largas y por qué había algunos fogonazos como pelotas de brasa. Fritz prácticamente no tenía ninguna respuesta para las preguntas de su amigo. 
–Me parece que estos fuegos solo sirven para hacernos olvidar las cosas importantes – constató Timbó con su sabiduría ancestral–.
Nos muestran cositas de colores, como dicen que hicieron los conquistadores cuando llegaron a este continente, según cuenta mi nieto. Y después se llevaron el oro y la plata. 
–Cuando el último cohete ya no sea nada más que un recuerdo olvidado, todo seguirá igual o peor –constató Fritz–. Un poco de fiesta para algunos; y muchos problemas, dificultades y tragedias para la gran mayoría. 
–Anoche gastaron millones de pesos en Buenos Aires y en otros lugares del país, quemando literalmente la plata –constató Fritz–. No sé cómo pueden hacer eso. 
Los fuegos de artificio siempre han cautivado a las masas humanas. Su llamativo esplendor policromo encanta a pequeños y grandes; sus dibujos fascinantes hechizan a sus adictos y también a los que dicen que no lo son. 
–Sí, así es –dijo Timbó, devolviéndole el celular a Fritz–. ¿Para qué sirve todo eso? 
–Para ser sincero, no lo sé –confesó Fritz–.
Dicen que esa costumbre de hacer mucho ruido viene de antes, cuando la gente creía que así podía espantar a los malos espíritus. 
–Me parece que los malos espíritus no se van con el bochinche, sino que les gusta eso. 
–Pero tengo que contarte algo más –prosiguió Fritz–. Dijeron que varios países hicieron competencias para ver quién hacía el espectáculo más llamativo con estos fuegos artificiales. 
–¿Y el premio?
–Figurar en el libro Guinness de los récords. 
–¿Qué es eso? Nunca escuché hablar de ese libro.
–Yo no lo conozco –reconoció Fritz–. Mi nieto me contó que es un libro en el que cada año registran los récords de carreras, altura, velocidad, tamaño, cantidad, rapidez y no sé cuántas cosas más. Lo hacen en los Estados Unidos. 
–Ah –fue lo único que dijo Timbó; para agregar secamente–: Hacen tantas pavadas allí. 
–Sí, así es –afirmó Fritz–. A mí me cansa ver televisión; pero nuestro vecino se pasó el día entero viendo cómo reventaban cohetes en Australia, Dubái, Berlín, Río de Janeiro y Nueva York. ¡Qué gastadero de plata! 
–Así es –ratificó Timbó–. Pregunto yo: ¿Quién pagó esas competencias de los países para entrar al libro de los más rápidos y altos? 
–Los gobiernos, me imagino. Eso cuesta millones y millones, y ningún particular pagará algo así. 
–Los gobiernos no producen plata –retrucó Timbó–. Solo la gastan. Lo paga el pueblo con sus impuestos, para que después los políticos muestren algún espectáculo haciéndole creer a la gente que son generosos. ¡Mentirosos, todos juntos! 
Una docta constatación de uno de los dos incorregibles. El otro incorregible estaba totalmente de acuerdo. Coincidían. Uno, por pobre; el otro, por suizo; uno, por humilde; el otro, por ahorrativo; uno, porque llevaba una vida sencilla; el otro, porque odiaba el derroche. Ambos, por sabios. 
–Pregunto yo –dijo de repente Timbó–: ¿Por qué no se le ocurrió a ninguno de esos gobernantes hacer una competencia para ver quién soluciona más rápidamente el problema del hambre, la salud, la educación y la violencia en su país? 
Fritz tragó en seco. Era cierto, demasiado cierto. Políticos y funcionarios, haciendo competencias estúpidas y totalmente inútiles, pasando vacaciones en lugares carísimos y derrochando la plata del pueblo; mientras que Juana y Juan Pueblo seguían con hambre, enfermedades, ignorancia, inseguridad, cortes de luz, caos en el tránsito, calles cortadas, asaltos, secuestros, narcotización de franjas enteras del país… 
El sol comenzaba a besar el horizonte. En un arranque de melodía visual, Timbó dijo: –¡Mirá los colores con los que Tupâ está pintando el cielo! 
Era cierto. Amarillo, naranja, rojo, bermellón, blanco, rosado y matizado; y como contraste, el saturado marrón y negro de unos árboles a contraluz. 
–Hay una flor que se parece a un gusano anaranjado con pelos largos –dijo Fritz–. No sé cómo se llama, pero me parece más llamativa que esos trazos finos de fuego en el cielo que en seguida se borran.
–Es una enredadera –indicó Timbó–. Pero no recuerdo su nombre. Me estoy poniendo viejo. 
–¡Cuántas bellezas hay en el monte!
Realmente, impresionante. 
–En el monte, en el cielo, en el agua, en los ojos, al lado del camino, en una hoja, en una flor, en un pájaro, en la yerba, en las estrellas… desde chico recorro el monte, y siempre descubro algo nuevo. 
Se produjo un profundo silencio. Ambos incorregibles, que sin rechazar las cosas útiles que les ofrecía la vida actual, consideraban que una persona vivía mejor si no se volvía adicta a tantas cosas, comenzaron a recorrer mentalmente el universo que la vida había formado en ellos. De tanto en tanto y matizado por silencios llenos de comprensión, uno aducía una belleza especial, y luego le tocaba el turno al otro. 
Sin competir entre ellos, pues para eso eran demasiado humanos e inteligentes, cada cual sacaba alguna preciosidad de su cofre de tesoros, se la exhibía a su amigo, que a su vez la admiraba y ponderaba para luego presentar algo de su cosecha propia. Ya ni importaba quién decía qué cosa, pues ambos concordaban en todo. El vaivén era casi interminable. 
Un silencio cómplice se extendió entre los dos viejos frente a la casita de Timbó.
Años de experiencia les habían enseñado a ambos que se podía vivir bien también de manera sencilla, o vivir bien sencillo, como siempre uno lo quiera formular. 
Estaban contentos con la vida, pues les había dado familia, trabajo, pan, un hogar, respeto, aprecio, fe, esperanza, amor.
Claro, ahí estaban también aquellos criticones que los consideraban “viejos incorregibles”, pero allá ellos. Los dos viejos se regocijaban imaginándose que los burlones ni remotamente estaban tan contentos con su vida como ellos. 
–¡Qué impresionante es la flor de mburucuyá! No hay adorno más hermoso y perfecto que esa pequeña maravilla. 
–¡O la belleza de una hoja de güembé! Me parece que cuando Dios creó esa hoja, tenía mucho tiempo y se puso a jugar con una tijera para hacerle tantos recortes. 
–Si eso lo escucha algún profesor, nos corre con un garrote; pero, ¡decime si no es cierto! 
–Así es, y cada hoja es diferente. Parece que Tupâ tenía muchas tijeras para hacer tantas formas distintas. 
–Hace años, mi hijo encontró un lirio en la costa del Cuñapirú, sacó cuidadosamente la planta y la trajo a casa. Mi señora la plantó en una maceta, y el lirio florece años tras año, alegrándonos con su blancura y sus dibujos violáceos y marrones. Esa belleza no la podría lograr ningún pintor. 
Recorrieron la flor del irupé y las orquídeas; y luego le tocó el turno a las mariposas, las aves multicolores, el cielo estrellado, las nubes del amanecer, la palidez de la luna, la mirada de los nietos y muchas bellezas más. 
Timbó se había guardado un golpe de efecto muy especial como para cerrar su paseo por las bellezas de la creación. 
–¡Y qué decir del tajy, el árbol más lindo de nuestra selva después del timbó! 
–¿Cómo podríamos hacer para decirle a toda la gente que con solo abrir los ojos y prestar atención verá la infinita belleza que el Creador colocó en la naturaleza? Allí hay más formas y colores que en todos los fuegos de artificio del mundo. 
–No lo sé –dijo lacónicamente Timbó–. Y por más que se lo dijéramos, no nos van a escuchar. Nos tomarán por locos. 
–Sí, ya lo sé. Por algo nos dicen “viejos incorregibles”. No los vamos a cambiar. 
–Pregunto yo –dijo Timbó–: ¿Para qué la gente necesita tanto lujo, por qué derrocha tanto, por qué no le alcanza con todo lo que tiene? 
Ya era tarde cuando Fritz se despidió de su amigo.
Tomó su bastón y caminó rumbo a su casa. De lejos, veía la torre de su iglesia y al lado la delicada filigrana de las hojas de las aristocráticas palmeras.
“Mis plantas preferidas”, murmuró Fritz. “Son las más elegantes. Ningún fuego artificial se puede comparar con ellas”. 
Dos viejos incorregibles habían intercambiado una vez más experiencias y lecciones de buen vivir, de inmensa admiración por la creación, de sencillez y de profunda sabiduría. Lástima que tan pocos estaban dispuestos a aprender de ellos. 

Prof. Dr. René Krüger
Instituto Universitario ISEDET
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