lunes, 23 de noviembre de 2015

Pequeño Larroque Ilustrado

(así hablan los estudiantes)



altas llantas: muy buenas zapatillas
alta losa: muy mal olor físico
alto dejavu: fuerte sensación de haber vivido antes una situación nueva
alto loro: mujer mayor muy fea
               ebriedad importante
alto viaje: un viaje muy bueno
amurallá la fugazzeta: cerrá la boca
se la aplicó: le dijo algo oportuno
astilla: hasta acá llegaste

barrilete: falluto
te bailó sabroso: te retrucó hábilmente
boquear: mandarse la parte
buitrear: quitar

careta: el que hace vida sana
churrasco: golpe dado con la palma de la mano en la nuca de un compañero
cortamambo: aguafiestas (cortachorro)
corte: alrededor de, por ejemplo
con carpa: disimuladamente

descansar: denostar

espoilear: estropear
ésta viaja: está bien
ésta va: está bien
estar duro: prestar atención en clase
                  estar drogado

fisura: drogadicto
flashero: que imagina situaciones
frontear: provocar
fútbol: nada
fuu: enojado

gato: tonto
gobernado: dominado por su pareja

le recaigo: me gusta esa persona
lija: hambre
logi: gil
losiento: sucio

merengue: mucosidad
mulo: que obedece órdenes

nieri: amigo
ninos: ni nos dimos cuenta
no manzana: para nada, cómo se te ocurre?

palmar: desmayarse, dormirse
pinta una fresca: tomaría una cerveza
plaga, plagoso: molesto
pollo: perdedor

rastrear: hurtar
re bondi: lío importante
re pillo: tranquilo, achicado

segundear: acompañar
siome: tonto

te parás de manos: peleás
te re cabió: te la gané, te quedaste pillo
tirar berretines: decir algo fuera de lugar
traba esa: arre, era mentira

vacilar: no hablar en serio (también descansar)
violado: observado
vofi vos fijate
volcar: no soportar la bebida ingerida

zape: tomatelás
zorra: que anda con muchos hombres

jueves, 6 de agosto de 2015

La costurerita que dio aquel mal paso

"La costurerita que dio aquel mal paso
y lo peor de todo sin necesidad..."
bueno, lo cierto del caso
es que no le ha ido del todo mal.

Tiene un pisito en un barrio apartado,
un collar de perlas y un cucurucho
de bombones; la saluda el encargado
y ese viejo, por cierto, no la molesta mucho.

¡Pobre la costurerita que dio el paso malvado!
Pobre si no lo daba... que aún estaría,
si no tísica del todo, poco le faltaría.

Ríete de los sermones de las solteras viejas;
en la vida, muchacha, no sirven esas consejas,
porque, piensa ¿si te hubieras quedado?

Nicolás Olivari

La costurerita que dio aquel mal paso

La que hoy pasó muy agitada 

¡Qué tarde regresas!... ¿Serán las benditas 
locuaces amigas que te han detenido? 
¡Vas tan agitada!... ¿Te habrán sorprendido 
dejando, hace un rato, la casa de citas? 
¡Adiós, morochita!... Ya verás, muchacha, 
cuando andes en todas las charlas caseras: 
sospecho las risas de tus compañeras 
diciendo que pronto mostraste la hilacha... 
Y si esto ha ocurrido, que en verdad no es poco, 
si diste el mal paso, si no me equivoco, 
y encontré el secreto de esa agitación... 
¿quién sabrá si llevas en este momento 
una duda amarga sobre el pensamiento 
y un ensueño muerto sobre el corazón? 

¿No te veremos más? 

...¿Conque estás decidida? ¿No te detiene nada? 
¿Ni siquiera el anuncio de este presentimiento? 
¡No puedes negar que eres una desamorada: 
te vas así, tranquila, sin un remordimiento! 
¡Has sido tanto tiempo nuestra hermanita! Mira 
si no te desearemos un buen viaje y mejor suerte, 
...tu decisión de anoche la creíamos mentira: 
¡qué tan acostumbrados estábamos a verte! 
Nos quedaremos solos. ¡Y cómo quedaremos!... 
Demás fuera decirte cuánto te extrañaremos: 
y tú, también, ¿es cierto que nos extrañarás? 
¡Pensar que entre nosotros ya no estarás mañana! 
Caperucita roja que fuiste nuestra hermana, 
Caperucita roja, ¿no te veremos más? 

La inquietud 

Les tiene preocupados y triste la tardanza 
de la hermana. Los niños no juegan con el gato, 
ni recuerdan ahora lo de la adivinanza 
que propusiera alguno, para pasar el rato. 
De vez en cuando, el padre mira el reloj. Parecen 
más largos los minutos. Una palabra dura... 
no acaba. Las muchachas, que cosen, permanecen 
calladas, con los ojos fijos en la costura. 
Las diez, y aún no vuelve. Ya ninguno desecha, 
como al principio, aquella dolorosa sospecha... 
El padre, que ha olvidado la lectura empezada, 
enciende otro cigarro... Cansados de esperar 
los niños se levantan, y sin preguntar nada 
dicen las buenas noches y se van a acostar. 

La costurerita que dio aquel mal paso 

La costurerita que dio aquel mal paso... 
-y lo peor de todo, sin necesidad- 
con el sinvergüenza que no la hizo caso 
después... -según dicen en la vecindad- 
se fue hace dos días. Ya no era posible 
fingir por más tiempo. Daba compasión 
verla aguantar esa maldad insufrible 
de las compañeras, ¡tan sin corazón! 
Aunque a nada llevan las conversaciones, 
en el barrio corren mil suposiciones 
y hasta en algo grave se llega a creer. 
¡Qué cara tenía la costurerita, 
qué ojos más extraños, esa tardecita 
que dejó la casa para no volver!... 

Cuando llega el viejo 

Todos están callados ahora. El desaliento 
que repentinamente siguiera al comentario 
de esa duda, persiste como un presentimiento. 
El hermano recorre las noticias del diario 
que está sobre la mesa. La abuela se ha dormido 
y los demás aguardan con el oído alerta 
a los ruidos de afuera, y apenas se oye un ruido 
las miradas ansiosas se clavan en la puerta. 
El silencio se vuelve cada vez más molesto: 
una frase que empieza se traduce en un gesto 
de impaciencia. ¡La espina de esa preocupación!... 
Y cuando llega el viejo, que salió hace un instante, 
todas las miradas fijas en su semblante 
hay una temerosa, larga interrogación. 

Caperucita roja que se nos fue 

¡Ah, si volvieras!... ¡Cómo te extrañan mis hermanos! 
La casa es un desquicio: ya no está la hacendosa 
muchacha de otros tiempos. ¡Eras la habilidosa 
que todo lo sabías hacer con esas manos...! 
El menor de los chicos, pobrecito, te llama 
recordándote siempre lo que le prometieras, 
para que les des algo... Y a veces -¡si lo oyeras!- 
para que como entonces le prepares la cama. 
¡Como entonces! ¿Entiendes? ¡Ah, desde que te fuiste, 
en la casita nuestra todo el mundo anda triste!, 
y temo que los viejos se enfermen, ¡pobres viejos! 
Mi madre disimula, pero a escondidas llora 
con el supersticioso temor de verte lejos... 
Caperucita roja, ¿dónde estás ahora? 

Aquella vez que vino tu recuerdo 

La mesa estaba alegre como nunca. 
Bebíamos el té: mamá reía 
recordando, entre otros, 
no se qué antiguo chisme de familia; 
una de nuestras primas comentaba 
-recordando con gracia los modales, 
de un testigo irritado- el incidente 
que presenció en la calle; 
los niños se empeñaban, chacoteando, 
en continuar el juego interrumpido, 
y los demás hablábamos de todas 
las cosas de que se habla con cariño. 
Estábamos así contentos, cuando 
alguno te nombró, y el doloroso 
silencio que de pronto ahogó las risas, 
con pesadez de plomo, 
persistió largo rato. Lo recuerdo 
cómo si fuera ahora: nos quedamos 
mudos, fríos. Pasaban los minutos, 
pasaban y seguíamos callados. 
Nadie decía nada pero todos 
pensábamos lo mismo. Como siempre 
que la conmueve una emoción penosa, 
mamá disimulaba ingenuamente 
queriendo aparecer tranquila. ¡Pobre! 
¡Bien que la conocemos!... Las muchachas 
fingían ocuparse del vestido 
que una de ellas llevaba; 
los niños, asombrados de un silencio 
tan extraño, salían de la pieza. 
Y los demás seguíamos callados 
sin mirarnos siquiera. 

Por ella 

...¡Déjala, prima! Deja que suspire 
la tía: ella también tiene su pena, 
y ríe alguna vez, siquiera, ¡Mira 
que no te ríes hace tiempo! 
Suena 
de improviso tu risa alegre y sana 
en la paz de la casa silenciosa 
y es como si se abriese una ventana 
para que entrase el sol. 
¡Tu contagiosa 
alegría de antes! La de entonces, esa 
de cuando eras comunicativa 
como una hermana buena que regresa 
después de un largo viaje. 
¡La expansiva 
alegría de antes! Se la siente 
sólo de tiempo en tiempo, en el sereno 
olvidar de las cosas... 
¡Ah, la ausente! 
Con ella se nos fue todo lo bueno. 
Tú lo dijiste, prima, lo dijiste... 
Por ella son estos silencios malos, 
por ella todo el mundo anda así, triste, 
con una pena igual, sin intervalos 
bulliciosos. El patio sin rumores, 
nosotros sin saber lo que nos pasa 
y sus cartas muy breves y sin flores... 
¿Qué se habrá hecho de la risa, en casa? 

¿Qué será de ti? 

¿Qué será de ti? ¡Hace tanto 
que te fuiste! Ya ni sé 
cuánto tiempo. 
¿De nosotros 
te acuerdas alguna vez? 
¿Verdad que sí? Tu cariño 
de lejos nos seguirá... 
Lejos de nosotros, ¡pobre, 
qué sola te sentirás! 
Si se habla de tí, en seguida 
pensamos: ¿será feliz? 
Y a veces te recordamos 
con un vago asombro: así 
como si estuvieras muerta. 
¿Después de aquel largo adiós, 
ahora que no eres nuestra, 
quién escuchará tu voz? 
Madrecita, hermana, dulce 
hermana que se nos fue, 
hermanita buena, ¿cuándo 
te volveremos a ver? 

Por la ausente 

Fuma de nuevo el viejo su trabajosa 
pipa y la madre escucha con indulgencia 
el sabido proceso de la dolencia 
que aflige a una pariente poco animosa. 
El muchacho concluye la fastidiosa 
composición, que sobre la negligencia 
en la escuela le dieron de penitencia, 
por haber olvidado no sé qué cosa... 
Y en el hondo silencio que de repente 
como una obsesión mala llena el ambiente, 
muy quedo la hermanita va a comenzar 
la oración, noche a noche tartamudeada, 
por aquella perdida, desamorada, 
que hace ya cinco meses dejó el hogar. 

La vuelta de Caperucita 

Entra sin miedo, hermana: no te diremos nada. 
¡Qué cambiado está todo, qué cambiado! ¿No es cierto? 
¡Si supieras la vida que llevamos pasada! 
Mamá ha caído enferma y el pobre viejo ha muerto... 
Los menores te extrañan todavía, y los otros 
verán en ti la hermana perdida que regresa: 
puedes quedarte, siempre tendrás entre nosotros, 
con el cariño de antes, un lugar en la mesa. 
Quédate con nosotros. Sufres y vienes pobre. 
Ni un reproche te haremos: ni una palabra sobre 
el oculto motivo de tu distanciamiento; 
ya demasiado sabes cuánto te hemos querido: 
aquel día, ¿recuerdas? tuve un presentimiento... 
¡Si no te hubieras ido!... 

Evaristo Carriego (1883-1912) 
Poemas póstumos / 1913

sábado, 4 de julio de 2015

Oda a los ganados y las mieses

de Leopoldo Lugones
(fragmento)

Sobre el perfil marltimo del médano
Que la expansión agricola tranforma,
Alada por las ruedas de los pozos
En que es el viento acémila industriosa,
La civilización del agua surge
Con un rumor de cristalina loa.
Allá lejos, la siembra bien cuadrada,
Como un estanque verdeguea hermosa;
El plateado rocío que la suda,
Un esfuerzo vital en ella evoca.
Sus eras satisfechas de abundancia
En el sonoro hectólitro desbordan,
Y la brisa estival en sus verdores,
Promesas de agua dulce rememora.

Humedades profundas de la chacra
Que apiñan abundancia en la macolla,
Y á la noche florecen de luciérnagas,
Y en sombrío frescor asean la hoja,
Y dan porfiado vicio al yuyo loco
Con que en profundidad fértil y sorda,
Como lengua de buey la azada mezcla
Sus bocados de gleba cuando aporcan.
El esparcido zapallar del cerco
En su aspereza germinal malogra,
Al empeñoso arrastre de las guías
El asalto de ortigas y achicorias.
Con una lenta y clara luz de yema
Las grandes flores desde abajo asoman,
Y el rústico plantío así adornado
Tiéndese al sol cual campesina colcha,
Que el paso del labriego desordena
Con extensas roturas de agua honda.
Vése, un poco inclinada hacia adelante,
La silueta del hombre que acomoda
Con las manos atrás, en la pretina,
Pausadamente su cuchilla roma.
Ya las vacas ajenas cuyo daño
Interrumpiera su merienda sobria,
Lentamente repasan el portillo
Con pata desganada y cautelosa.
Localiza el impávido silencio
Un zumbido concéntrico de mosca.
En la asoleada soledad vacila
El papelito de una mariposa.
Una muñeca que ya está granando.
Bajo la uña pulgar estriada y tosca,
Descubre como un nene en los pañales
Su sonrisa de leche entre las hojas.
Allá, á la vera del maizal, lanzado
En finas alabardas lo que enflora,
Se vé en el algarrobo que cobija
A hombres y bueyes cuando el suelo aprontan,
El nido de industriosos carpinteros
Que cala el palo con su negra boca.
Anoche debió andar la comadreja,
Porque mucho gritaban á deshora.

Cerca del hombre, abajo, en una tenue
Crepitación de briznas que se rozan,
Desliza su vibrátil garabato
La lagartija en breve escapatoria.
O es quizá el conejillo de las ramas
Que acumula en ovillo de zozobra
Su timidez de chico campesino,
Y exterioriza en su desliz de bola,
La obscura redondez del agujero
De tierra erial, donde ínfimo se aloja.
En tanto, bajo el haz de los canutos
Cuya delgadez frágil y sonora
Se aflauta con translúcida terneza,
Junto á la calabaza que coloran
Jaspes y lepras de reptil sombrio,
Pasa el sapo hortelano su modorra,
Entornados los ojos y latida
De lentos pulsos su garganta rosa.

jueves, 2 de julio de 2015

Libre

Tiene casi veinte años y ya está 
cansado de soñar, 
pero tras la cementera está su hogar, 
su mundo, su ciudad. 
Piensa que la alambrada sólo es 
un trozo de metal, 
algo que nunca puede detener 
sus ansias de volar. 

Libre, 
como el sol cuando amanece, 
yo soy libre como el mar... 
...como el ave que escapó de su prisión 
y puede, al fin, volar... 
...como el viento que recoge mi lamento 
y mi pesar, 
camino sin cesar 
detrás de la verdad 
y sabré lo que es al fin, la libertad. 

Con su amor por montera se marchó 
cantando una canción, 
marchaba tan feliz que escuchó 
la voz que le llamó, 
y tendido en el suelo se quedó 
sonriendo y sin hablar, 
sobre su pecho flores carmesí, 
brotaban sin cesar... 

Libre, 
como el sol cuando amanece, 
yo soy libre como el mar... 
...como el ave que escapó de su prisión 
y puede, al fin, volar... 
...como el viento que recoge mi lamento 
y mi pesar, 
camino sin cesar 
detrás de la verdad 
y sabré lo que es al fin, la libertad. 

Fuente: musica.com

el origen de la canción

ver video de Nino Bravo

Libre soy

La nieve pinta la montaña hoy 
no hay huellas que seguir. 
En la soledad un reino y la reina viva en mi 
El viento ruge y hay tormenta en mi interior 
una tempestad que de mi salió 

Lo que hay en ti no dejes ver 
buena chica tu siempre debes ser. 
No has de abrir tu corazón 
Pues ya se abrió 

Libre soy, libre soy 
no puedo ocultarlo más 
Libre soy, libre soy 
libertad sin vuelta atrás. 
¿Qué más da? No me importa ya 
Gran tormenta habrá 
El frío es parte también de mí 

Mirando a la distancia, pequeño todo es 
y los miedos que me ataban, muy lejos los dejé. 
Voy a probar que puedo hacer sin limitar mi proceder 
Ni mal, ni bien, ni obedecer jamás 

Libre soy, libre soy 
el viento me abrazará 
Libre soy, libre soy 
no me verán llorar. 
Firme así, me quedo aquí 
gran tormenta habrá. 

Por viento y tierra mi poder florecerá 
Mi alma congelada en fragmentos romperá 
Ideas nuevas pronto cristalizaré 
No volveré jamás, no queda nada atrás 

Libre soy, libre soy 
surgiré como el despertar 
Libre soy, libre soy 
se fue la chica ideal. 
Firme así, a la luz del sol 
Gran tormenta habrá 
El frío es parte también de mi. 

Fuente: musica.com

miércoles, 1 de julio de 2015

Sudamerica

Algo se está gestando lo siento al respirar 
es como una luz nueva que en mi comienza a hablar 
de pronto en el planeta va quedando un lugar 
donde los hombres corran seguir creyendo en paz 

Con su selva y su pampa y su cordillera 
el nuevo continente pronto va despertar 
quizás la nuevos incas, quizás la nueva luz 
la hora prometida pronto va a comenzar 

Sudamérica 
Sudamérica 
Sudamérica 
Sudamérica 

Algo se esta gestando lo siento al respirar 
es como un viento nuevo que nos reunirá 
sin personalidades sin armas ni color 
es como un sentimiento es como un nuevo Sol 

Con su selva y su pampa y su cordillera 
el nuevo continente pronto va a despertar 
quizás los nuevos incas, quizás la nueva luz 
la hora prometida pronto va a comenzar 

Sudamérica 
Sudamérica 
Sudamérica 
Sudamérica 

Fuente: musica.com

sábado, 20 de junio de 2015

Aurora

Alta en el cielo un águila guerrera, 
audaz se eleva en vuelo triunfal, 
azul un ala del color del cielo, 
azul un ala del color del mar. 

Así en la alta aurora irradial, 
punta de flecha el áureo rostro imita 
y forma estela al purpurado cuello, 
el ala es paño, el águila es bandera. 

Es la bandera de la patria mía 
del sol nacida que me ha dado Dios; 
es la bandera de la patria mia, 
del sol nacida, que me ha dado Dios; 
es la bandera de la patria mía, 
del sol nacida que me ha dado Dios.

El aria "Alta en el cielo" ó "Canción/Oración a la Bandera", perteneciente a la ópera Aurora del compositor y director argentino Héctor Panizza, es utilizada en Argentina como canción de saludo a la bandera. Letra: H.C. Quesada y L. Illiaca.

jueves, 11 de junio de 2015

Ceremonia del K'Intu


Pecado de omisión

Ana María Matute

A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas, y como él los de su casa.
La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:
-¡Lope!
Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada.
-Te vas de pastor a Sagrado.
Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado.
-Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Áurea, con las cabras de Aurelio Bernal.
-Sí, señor.
-No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.
-Sí, señor.
Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina.
-Andando -dijo Emeterio Ruiz Heredia.
Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.
-¿Qué miras? ¡Arreando!
Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que guardaba, como un perro, apoyado en la pared.
Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís.
-He visto a Lope -dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico.
-Sí -dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano-. Va de pastor. Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.
-Lo malo -dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta- es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela…
Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:
-¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa.
Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.
El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.
Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.
-¡Vaya roble! -dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.
Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.
Francisca comentó:
-Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.
Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.
-¡Eh! -dijo solamente. O algo parecido.
Manuel se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.
-¡Lope! ¡Hombre, Lope…!
¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez.
Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.
Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:
-¡Lope! ¡Lope!
Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.
-Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora…
En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él así, sin más.
Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge…», Lope sólo lloraba y decía:
-Sí, sí, sí…

miércoles, 10 de junio de 2015

La sima

Pío Baroja

El paraje era severo, de adusta severidad. En el término del horizonte, bajo el cielo inflamado por nubes rojas, fundidas por los últimos rayos del sol, se extendía la cadena de montañas de la sierra, como una muralla azuladoplomiza, coronada en la cumbre por ingentes pedruscos y veteada más abajo por blancas estrías de nieve.
El pastor y su nieto apacentaban su rebaño de cabras en el monte, en la cima del alto de las Pedrizas, donde se yergue como gigante centinela de granito el pico de la Corneja.
El pastor llevaba anguarina de paño amarillento sobre los hombros, zahones de cuero en las rodillas, una montera de piel de cabra en la cabeza, y en la mano negruzca, como la garra de un águila, sostenía un cayado blanco de espino silvestre. Era hombre tosco y primitivo; sus mejillas, rugosas como la corteza de una vieja encina, estaban en parte cubiertas por la barba naciente no afeitada en varios días, blanquecina y sucia.
El zagal, rubicundo y pecoso, correteaba seguido del mastín; hacía zumbar la honda trazando círculos vertiginosos por encima de su cabeza y contestaba alegre a las voces lejanas de los pastores y de los vaqueros, con un grito estridente, como un relincho, terminando en una nota clara, larga, argentina, carcajada burlona, repetida varias veces por el eco de las montañas.
El pastor y su nieto veían desde la cumbre del monte laderas y colinas sin árboles, prados yermos, con manchas negras, redondas, de los matorrales de retama y macizos violetas y morados de los tomillos y de los cantuesos en flor...
En la hondonada del monte, junto al lecho de una torrentera llena de hojas secas, crecían arbolillos de follaje verde negruzco y matas de brezo, de carrascas y de roble bajo.
Comenzaba a anochecer, corría ligera brisa; el sol iba ocultándose tras de las crestas de la montaña; sierpes y dragones rojizos nadaban por los mares de azul nacarado del cielo, y, al retirarse el sol, las nubes blanqueaban y perdían sus colores, y las sierpes y los dragones se convertían en inmensos cocodrilos y gigantescos cetáceos. Los montes se arrugaban ante la vista, y los valles y las hondonadas parecían ensancharse y agrandarse a la luz del crepúsculo.
Se oía a lo lejos el ruido de los cencerros de las vacas, que pasaban por la cañada, y el ladrido de los perros, el ulular del aire; y todos esos rumores, unidos a los murmullos indefinibles del campo, resonaban en la inmensa desolación del paraje como voces misteriosas nacidas de la soledad y del silencio.
-Volvamos, muchacho -dijo el pastor-. El sol se esconde.
El zagal corrió presuroso de un lado a otro, agitó sus brazos, enarboló su cayado, golpeó el suelo, dio gritos y arrojó piedras, hasta que fue reuniendo las cabras en una rinconada del monte. El viejo las puso en orden; un macho cabrío, con un gran cencerro en el cuello, se adelantó como guía, y el rebaño comenzó a bajar hacia el llano. Al destacarse el tropel de cabras sobre la hierba, parecía oleada negruzca, surcando un mar verdoso. Resonaba igual, acompasado, el alegre campanilleo de las esquilas.
-¿Has visto, zagal, si el macho cabrío de tía Remedios va en el rebaño? -preguntó el pastor.
-Lo vide, abuelo -repuso el muchacho.
-Hay que tener ojo con ese animal, porque malos dimoños me lleven si no le tengo malquerencia a esa bestia.
-Y eso, ¿ por qué vos pasa, abuelo?
-¿ No sabes que la tía Remedios tié fama de bruja en tó el lugar?
-¿Y eso será verdad, abuelo?
-Así lo ha dicho el sacristán la otra vegada que estuve en el lugar. Añaden que aoja a las presonas y a las bestias y que da bebedizos. Diz que la veyeron por los aires entre bandas de culebros.
El pastor siguió contando lo que de la vieja decían en la aldea, y de este modo departiendo con su nieto, bajaron ambos por el monte, de la senda a la vereda, de la vereda al camino, hasta detenerse junto a la puerta de un cercado. Veíase desde aquí hacia abajo la gran hondonada del valle, a lo lejos brillaba la cinta de plata del río, junto a ella adivinábase la aldea envuelta en neblinas; y a poca distancia, sobre la falda de una montaña, se destacaban las ruinas del antiguo castillo de los señores del pueblo.
-Abre el zarzo, muchacho -gritó el pastor al zagal.
Éste retiró los palos de la talanquera, y las cabras comenzaron a pasar por la puerta del cercado, estrujándose unas con otras. Asustose en esto uno de los animales, y, apartándose del camino, echó a correr monte abajo velozmente.
-Corre, corre tras él, muchacho -gritó el viejo, y luego azuzó al mastín, para que persiguiera al animal huido.
-Anda, Lobo. Ves a buscallo.
El mastín lanzó un ladrido sordo, y partió como una flecha.
-¡Anda! ¡Alcánzale! -siguió gritando el pastor-. Anda ahí.
El macho cabrío saltaba de piedra en piedra como una pelota de goma; a veces se volvía a mirar para atrás, alto, erguido, con sus lanas negras y su gran perilla diabólica. Se escondía entre los matorrales de zarza y de retama, iba haciendo cabriolas y dando saltos.
El perro iba tras él, ganaba terreno con dificultad; el zagal seguía a los dos, comprendiendo que la persecución había de concluir pronto, pues la parte abrupta del monte terminaba a poca distancia en un descampado en cuesta. Al llegar allí, vio el zagal al macho cabrío, que corría desesperadamente perseguido por el perro; luego le vio acercarse sobre un montón de rocas y desaparecer entre ellas. Había cerca de las rocas una cueva que, según algunos, era muy profunda, y, sospechando que el animal se habría caído allí, el muchacho se asomó a mirar por la boca de la caverna. Sobre un rellano, de la pared de ésta, cubierto de matas, estaba el macho cabrío.
El zagal intentó agarrarle por un cuerno, tendiéndose de bruces al borde de la cavidad; pero viendo lo imposible del intento, volvió al lugar donde se hallaba el pastor y le contó lo sucedido.
-¡Maldita bestia! -murmuró el viejo-. Ahora volveremos, zagal. Habemos primero de meter el rebaño en el redil.
Encerraron entre los dos las cabras, y, después de hecho esto, el pastor y su nieto bajaron hacia el descampado y se acercaron al borde de la sima. El chivo seguía en pie sobre las matas. El perro le ladraba desde fuera sordamente.
-Dadme vos la mano, abuelo. Yo me abajaré -dijo el zagal.
-Cuidiao, muchacho. Tengo gran miedo de que te vayas a caer.
-Descuidad vos, abuelo.
El zagal apartó las malezas de la boca de la cueva, se sentó a la orilla, dio a pulso una vuelta, hasta sostenerse con las manos en el borde mismo de la oquedad, y resbaló con los pies por la pared de la misma, hasta afianzarlos en uno de los tajos salientes de su entrada. Empujó el cuerno de la bestia con una mano, y tiró de él. El animal, al verse agarrado, dio tan tremenda sacudida hacia atrás, que perdió sus pies; cayó, en su caída arrastró al muchacho hacia el fondo del abismo. No se oyó ni un grito, ni una queja, ni el rumor más leve.
El viejo se asomó a la boca de la caverna.
-¡Zagal, zagal! -gritó, con desesperación.
Nada, no se oía nada.
-¡Zagal! ¡Zagal!
Parecía oírse mezclado con el murmullo del viento un balido doloroso que subía desde el fondo de la caverna.
Loco, trastornado, durante algunos instantes el pastor vacilaba en tomar una resolución; luego se le ocurrió pedir socorro a los demás cabreros, y echó a correr hacia el castillo.
Éste parecía hallarse a un paso; pero estaba a media hora de camino, aun marchando a campo traviesa; era un castillo ojival derruido, se levantaba sobre el descampado de un monte; la penumbra ocultaba su devastación y su ruina, y en el ambiente del crepúsculo parecía erguirse y tomar proporciones fantásticas.
El viejo caminaba jadeante. Iba avanzando la noche; el cielo se llenaba de estrellas; un lucero brillaba con su luz de plata por encima de un monte, dulce y soñadora pupila que contempla el valle.
El viejo, al llegar junto al castillo, subió a él por una estrecha calzada; atravesó la derruida escarpa, y por la gótica puerta entró en un patio lleno de escombros, formado por cuatro paredones agrietados, únicos restos de la antigua mansión señorial.
En el hueco de la escalera de la torre, dentro de un cobertizo hecho con estacas y paja, se veían a la luz de un candil humeante, diez o doce hombres, rústicos pastores y cabreros agrupados en derredor de unos cuantos tizones encendidos.
El viejo, balbuceando, les contó lo que había pasado. Levantáronse los hombres, cogió uno de ellos una soga del suelo y salieron del castillo. Dirigidos por el viejo, fueron camino del descampado, en donde se hallaba la cueva.
La coincidencia de ser el macho cabrío de la vieja hechicera el que había arrastrado al zagal al fondo de la cueva, tomaba en la imaginación de los cabreros grandes y extrañas proporciones.
-¿Y si esa bestia fuera el dimoño? -dijo uno.
-Bien podría ser -repuso otro.
Todos se miraron, espantados.
Se había levantado la luna; densas nubes negras, como rebaños de seres monstruosos, corrían por el cielo; oíase alborotado rumor de esquilas; brillaban en la lejanía las hogueras de los pastores.
Llegaron al descampado, y fueron acercándose a la sima con el corazón palpitante. Encendió uno de ellos un brazado de ramas secas y lo asomó a la boca de la caverna. El fuego iluminó las paredes erizadas de tajos y de pedruscos; una nube de murciélagos despavoridos se levantó y comenzó a revolotear en el aire.
-¿Quién abaja? -preguntó el pastor, con voz apagada.
Todos vacilaron, hasta que uno de los mozos indicó que bajaría él, ya que nadie se prestaba. Se ató la soga por la cintura, le dieron una antorcha encendida de ramas de abeto, que cogió en una mano, se acercó a la sima y desapareció en ella. Los de arriba fueron bajándole poco a poco; la caverna debía ser muy honda, porque se largaba cuerda, sin que el mozo diera señal de haber llegado.
De repente, la cuerda se agitó bruscamente, oyéronse gritos en el fondo del agujero, comenzaron los de arriba a tirar de la soga, y subieron al mozo más muerto que vivo. La antorcha en su mano estaba apagada.
-¿Qué viste? ¿Qué viste? -le preguntaron todos.
-Vide al diablo, todo bermeyo, todo bermeyo.
El terror de éste se comunicó a los demás cabreros.
-No abaja nadie -murmuró, desolado, el pastor-. ¿Vais a dejar morir al pobre zagal?
-Ved, abuelo, que ésta es una cueva del dimoño -dijo uno-. Abajad vos, si queréis.
El viejo se ató, decidido, la cuerda a la cintura y se acercó al borde del negro agujero.
Oyose en aquel momento un murmullo vago y lejano, como la voz de un ser sobrenatural. Las piernas del viejo vacilaron.
-No me atrevo... Yo tampoco me atrevo -dijo, y comenzó a sollozar amargamente.
Los cabreros, silenciosos, miraban sombríos al viejo. Al paso de los rebaños hacia la aldea, los pastores que los guardaban acercábanse al grupo formado alrededor de la sima, rezaban en silencio, se persignaban varias veces y seguían su camino hacia el pueblo.
Se habían reunido junto a los pastores mujeres y hombres, que cuchicheaban comentando el suceso. Llenos todos de curiosidad, miraban la boca negra de la caverna, y, absortos, oían el murmullo que escapaba de ella, vago, lejano y misterioso.
Iba entrando la noche. La gente permanecía allí, presa aún de la mayor curiosidad.
Oyose de pronto el sonido de una campanilla, y la gente se dirigió hacia un lugar alto para ver lo que era. Vieron al cura del pueblo que ascendía por el monte acompañado del sacristán, a la luz de un farol que llevaba este último. Un cabrero les había encontrado en el camino, y les contó lo que pasaba. Al ver el viático, los hombres y las mujeres encendieron antorchas y se arrodillaron todos. A la luz sangrienta de las teas se vio al sacerdote acercarse hacia el abismo. El viejo pastor lloraba con un hipo convulsivo. Con la cabeza inclinada hacia el pecho, el cura empezó a rezar el oficio de difuntos; contestábanle, murmurando a coro, hombres y mujeres, una triste salmodia; chisporroteaban y crepitaban las teas humeantes, y a veces, en un momento de silencio, se oía el quejido misterioso que escapaba de la cueva, vago y lejano.
Concluidas las oraciones, el cura se retiró, y tras él las mujeres y los hombres, que iban sosteniendo al viejo para alejarle de aquel lugar maldito.
Y en tres días y tres noches se oyeron lamentos y quejidos, vagos, lejanos y misteriosos, que salían del fondo de la sima.