martes, 1 de mayo de 2012

FILOMENA

Filomena, de falda larga gris oscuro, de lanita ordinaria, saco grueso de mangas que se doblan en el puño, con botones hasta la base del cuello. Apenas se ven las medias de grueso hilado de color beige y unas zapatillas de paño y suela de goma del número cuarenta y dos, como usan los varones. Sentada, apoya muy fuerte los pies en la tierra; el cuerpo robusto hace movimientos leves, torpes. El bolsillo, que está en el medio del delantal floreado, es receptáculo de los objetos que la ocupan en la tarea cotidiana. Se asoman hebras de lana. Cuando camina chocan las tijeras, va buscando los canteros de la huerta y se agacha humildemente para sembrar semillas de albahaca o pere­jil en los almácigos. Coloca unos postes de caña, los ata con un hilo sisal para protegerlos del sol y de los vientos. Escondida en el lavadero, el galpón o la piecita del fondo, prepara con paciencia los cigarros, y masca con deleite, el tabaco.
Muchas arrugas en una cara lavada con agua fría y jabón de pan. Un par de peinetas de plástico transparente en un pelo mal cortado.
Vivía en una calle poco transitada, de veredas anchas. La casa de Azara 1478 estaba tapiada por muros y verjas negras con terminaciones puntiagudas y detrás una casa de tres pisos, un hall de entrada con puertas traslú­cidas para dar asilo a algunos viejitos.
El patio del costado estaba iluminado por un farol, parecido a los de las estaciones de trenes. Había una mesita de tabla de metal anaranjada y patas curvas pintadas de verde inglés y haciendo juego un par de sillones de jardín de maderas angostas haciendo curva en la zona de la cintura y con unos pequeños apoya brazos y para deleite de Filomena, adornado con una hilera de macetas de barro con malvones y algunas latas de aceite con espinas del señor y otras petisonas de dulce de batata con nomeolvides.
Se había quedado sola. La muerte enlutó su vida rutinaria. Filomena hizo algunas refacciones en la casa para adecuarla a las nuevas necesidades, alquiló a unos gerontólogos las habitaciones de atrás para que albergaran a los viejitos. Sentía pena por ellos. También se miraba a sí misma con el mismo sentimiento.
A fines del verano de 1960, llegó Ascensión, una mujer de mediana edad que había conocido en Avellaneda. Filomena notó la tristeza en su cuerpo pesaroso, el rostro ajado, el vestidito zurcido. Con tono seguro, demostró una vez más su hospitalidad y le dijo: qué te parece si te quedas aquí. Ascensión sintió un estremecimiento por su piel dolida y aceptó. Mientras Filomena ordenaba las tareas de la casa y cocinaba para los huéspedes del geriátrico, Ascensión planchaba. Durante esas horas compartidas, Filomena le contaba historias de su infancia y de su juventud. Se sentía feliz con su compañía. En los últimos tiempos solo había visto pasar por ahí a seres detestables que venían con apuro a dejar a los viejos y partían presurosos, evadiendo las visitas y mandando el cheque o la cuota mensual por alguna secretaria. 
Y así se sucedían las historias que seguirán resonando constantemente en esa casa como las campanadas de los relojes de las viejas torres. Solía decir que hacía mucho tiempo una astuta mujer logró salvar su propia vida contándole cada noche un cuento sin fin a un sultán que había matado a todas sus esposas. Tal vez las repetía – no sabemos si habría leído Las mil y una noches con los relatos de adulterios en la lejana Bagdad, ni si sabía que el nombre de la sagaz contadora era Scherezade- porque en el barrio había varias tiendas cuyos dueños provenían de aquellas tierras árabes donde los hombres eran polígamos y en esos harenes las mujeres parecían vivir menos tiempo que los instantes que dura el placer.
Filomena, que había venido a la Argentina en un barco que zarpó de Nápoles en 1883-cuando apenas tenía dos años-,recordaba con un gesto de mirada fija, pecho bien sostenido y manos movedi­zas, que la palabra de la ciudad de "Montevideo" provenía de "Monte veo", que había sido dicho por alguien en los tiempos del descubrimiento. Probablemente algún vecino de Bavio, a pocas leguas de los pagos de Magdalena, donde se radicó con sus padres en las cercanías del Río de la Pla­ta, le habría dado esa información.
A Ascensión le gustaba escuchar atentamente cuando le contaba que iba por el arroyo Maldonado a entregar el trabajo que hacía como costurera. 
Filomena se levantaba al alba para hacer un viaje que le llevaría poco más de dos horas. Primero, el tren rápido a Constitución. Después el tranvía desde donde contemplaba las casitas blancas y humil­des, con algún modesto jardincito adornado con malvones en las tapias amarillentas por tantas inundaciones. Se sentía muy orgullosa de dejar los guardapolvos que ella había cosido a la Fábrica de Tejidos Dell'Acqua, ubicada en Villa Crespo y que había dado trabajo a miles de obreros a principios de siglo. Regresaba satisfecha cuando el señor Dell'Acqua le pagaba y le encargaba más trabajo.
El tiempo fue pasando lentamente y dejaba sus rastros en las dos mujeres que no paraban de trabajar.
Los viejitos se fueron muriendo y era cada vez menos la cantidad de ancianos que ingresaba en su reemplazo. 
Ascensión decidió regresar a Zárate, de donde era oriunda, y Filomena se quedó otra vez sola atendiendo la ropa y la comida de dos viejitos que también pronto partirían. 
El peluquero del barrio, el viejo Manzoni, que le vendía cigarros a Filomena comenzó a ayudarla; la acompañaba cada jueves a la feria para abastecer la alacena y la heladera. En ese ritual, hablaban con regocijo sobre su tierra italiana.
Cada atardecer, Filomena en soledad, con el sonido de las voces que provenían de una radio, se quedaba contemplando el piso oscuro de granito, parecido al de las lápidas, las paredes revestidas de Corlok, el cielo raso con tubos fluorescentes que no dejaban ver el cielo, que sólo cubría en los días cálidos el toldo de lona verde y rayas blancas.
Después de todo, pensaba, los malvones, las espinas del Señor o corona de novia como otros la llamaban, las petisonas en latas de dulce de dulce y de batata con nomeolvides se habían secado por completo…porque ya no se veía el cielo…porque ya todo había envejecido.

Cristina Pizarro