lunes, 30 de abril de 2012

CUÁL HABRA SIDO TU VOZ?

A Giulio César Soldi, in memoriam (1864-1953)

Naciste en Motta Baluffi, un pueblito medieval bañado por las aguas del río Po, cerca de Cremona, una comarca famosa por sus violines. Solo quedó el nombre del gran emperador romano, que conquistó un imperio tras la guerra de las Galias, ya que tuviste que emigrar de tu tierra de origen, donde aprendiste el oficio de agricultor. Venerabas a San Rocco, protector de las pestes que te fue protegiendo en las inclemencias de una vida austera. Con tu figura pequeña, te embarcaste como polizón en 1886 a bordo del buque Nord America, procedente de Génova. 
En un carro tirado por caballos transportabas los frutos del país, estuviste conchabado por ricos hacendados de doble apellido. Atravesabas tantas leguas al sol, por la ruta de los fortines hasta depositarlas en las barracas. Por esos pagos, conociste a una niña que hablaba tu misma lengua. Con un matrimonio celebrado antes de finalizar el siglo XIX, formaste una familia digna. Se abastecían con las labores de la tierra, preparaban chacinados y facturas con las carnes vacunas, porcinas y las aves. Tu mujer tenaz y pujante, daba cobijo a los huéspedes que hacían posta en la hacienda familiar, hasta el famoso pelotari Gabriel Martiren, alias Sardina, de origen vasco francés , dueño de un tambo, inventor del juego de pelota a paleta, anduvo por la cancha aquella y la fonda de Barracas al Sud, en el pueblo de Burzaco.
No pudiste hablar tu lengua, no supiste decir nada, tampoco defender tus tierras usurpadas por el fisco.
Solo queda un apellido que parece burla, ironía, paradoja, ya que su significado jamás fue una posesión. Ahora dignificado por un escudo que ennoblece tu hidalguía. 
Ahora siento el dolor de una lengua perdida que no pude escuchar, una lengua más próxima al latín vulgar, urdo en mi mente sonidos misteriosos mezclados con la música y las voces ancestrales. Veo pasar ente mis ojos cerrados la imagen de aquel hombre que vigilaba desde lejos, con un gesto de monotonía, la inde­fensión de una niña, y que reiteraba cada tarde ese juego corporal que dio dar paso a lo eterno.
Mi pena queda perpetuada en el silencio y voy tejiendo con finos hilos de seda el encaje que cubre mi alma con las palabras que no te oí pronunciar.
Y ni siquiera la dignidad de una tumba propia, erigida en tu nombre. Te instalaron en la tumba de otro ser. Quedaste como un intruso y allí también fueron tus descendientes y casi veinte años más tarde, tu mujer.
Un túmulo en donde se sepultó la locura. Primera vez, primera noticia conocida en la historia familiar de una loca. ¡Qué miedo a la locura! ¡Qué espanto sobrevino en nuestra infancia! Pobrecita, la mujer de tu hijo Juan, la tuberculosis hizo estragos en su cuerpo débil y consumió su cerebro.
Ahora, el ayer se tiñe de colores que huelen a jazmines y magnolias, un pasado inalterable donde se yerguen los árboles floridos.

Cristina Pizarro

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